En estos días de obligado confinamiento están sucediendo cosas asombrosas en mi vida.
Entre otras medidas para evitar los contagios en casa, hemos prescindido de la ayuda que recibíamos para realizar labores domésticas.
Eso me ha obligado a interactuar con artilugios que existían en mi casa, aunque yo no les prestaba atención. Es curioso, aunque estaban, yo no los veía, funcionaban, pero yo no era consciente; existían, pero yo los ignoraba.

De repente he descubierto que tenemos en casa una lavadora. ¡¡qué maravilla!!, hay que ver la de vueltas que da ese bombo, adelante y hacia atrás. Mi nieto y yo podemos estar horas sentados en el suelo maravillados con su ronroneo hipnótico.
Y esa plancha maravillosa, que capacidad de transformación tiene sobre la arruga. No llevo la cuenta de las prendas que se han quedado por el camino hasta que nos hemos entendido la plancha y yo, pero ahora funcionamos cual equipo de natación sincronizada.
No puedo olvidarme del hermoso lavavajillas, qué altruismo el suyo al acoger en su seno los enseres cuando, por su suciedad, son rechazado por los humanos. Belleza escondida que pone a juego mi capacidad de imaginación acerca de lo que allí acontece. Esos ruidos que no presagian un siempre final feliz en que todo resulta reluciente.
Pero, dentro de esa orquesta sinfónica doméstica que he tenido la oportunidad de descubrir y, con permiso de D. Juan Ramón, lo que ha cautivado mi corazón y al que he tenido que rendir mis más sinceros sentimientos es al “mocho”, ese utensilio largo y delgado que termina en un conjunto de tiras de material absorbente y que me ha hecho revivir tiempos mozos cuando baldeábamos los barcos en la Armada Española.
Mi mocho es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
Mi mocho es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Lo dejo suelto, y no se va, es pura sensación poética difícil de percibir para el ciudadano inexperto. Sin embargo, me gusta estar con él y ardo en deseos de pasar estaciones completas en el futuro (porque por mucho que diga el Sr. Sánchez esto va para largo).
Mi “mocho” y yo maduramos juntos con el quehacer de cada jornada y con esa naturaleza que se humaniza cuando le miro. Qué tardío descubrimiento he tenido. ¡¡Dónde estabas, y porqué he tenido que pasar toda una infancia huérfana de tu presencia!!.
Cada día vivimos juntos un cúmulo de sentimientos, a veces contradictorios: amistad, complicidad, amabilidad, rechazo, felicidad, tristeza, soledad y esperanza.
Los “mochos” son, para la mayoría de los seres humanos, criaturas sin gracia, no tan hermosas como gacelas o caballos, pero porque no se sabe apreciar su hermosa melena (de distintas composiciones y texturas), y los distintos largos de asta, en un esfuerzo permanente y encomiable por parte del “mocho” de hacer feliz a cualquiera de sus usuarios.

Mi “mocho” hace compañero, en íntima comunión con el cubo para realizar esa metamorfosis del cambio de estatus bacteriológico del suelo en esa frenética actividad diaria, en un sinfín de idas y venidas, aclarados y secados permanentes.
En la mirada mutua entre ese hombre y su “mocho” se establece un vínculo profundo entre ellos, de forma muy similar a como se produce entre madre e hijo en el momento en que sus miradas se cruzan por primera vez. Una y otra vez se refuerzan los lazos entre el hombre y el “mocho”.
Mi “mocho” es todo generosidad, responde con igual alegría tanto a hombres como a mujeres, a jóvenes y a mayores, como si supieran que finalmente somos todos hermanos en este mundo. Tampoco le importa cuán humildes sean los recintos donde ha de prestar, de forma desprendida, sus servicios.
Al final, muere mi “mocho” porque ha tragado demasiados productos de limpieza y, aunque sea consciente que la vida de un “mocho” no es tan larga como la de un hombre, lloro su muerte y ahora me encuentro, desconsolado en el pasillo de super, viendo otros “mochos”, más modernos y más dispuestos, pero que nunca le podrán sustituir sentimentalmente.
Mi “mocho” representará siempre para mi un símbolo de ternura, pureza e ingenuidad, y continuo motivo de reflexión sobre las alegrías simples de la vida, la amistad y la igualdad entre los seres para poder vivir en conjunto en un mundo mas feliz.
Lo siento mucho, Platero, la vida es así.

Dios mío, qué largo se me va a hacer este confinamiento
José García Cortés
¡¡¡ Bravo, bravísimo !! Excelente lo del Mocho y tú. Y muy aceptable la copia del estilo de D. Juan Ramón. solo te falta acabar…» y yo me iré, y quedarán los mochos faenando». Mol be. Siga , siga . Un abrazo
__________________________________ José Corral Lope http://www.supervivenciayaltruismo.com http://www.survivalandaltruism.org
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