He vivido la última etapa del franquismo, el alumbramiento de la democracia y sus décadas de recorrido. Aquellos primeros años dejaron una impresión difícil de olvidar: dirigentes muy formados, con sentido de Estado y una vocación pública capaz de sacrificar vida privada y réditos partidistas.
Dicen que las comparaciones son odiosas, pero cuando uno recuerda a nuestros principales políticos de la primera democracia, de cualquier color, como Adolfo Suárez González, Felipe González, Alfonso Guerra, Enrique Fuentes Quintana, Fernando Abril Martorell, Marcelino Oreja Aguirre, Landelino Lavilla Alsina, José Luis Albiñana, Marcelino Camacho, Manuel Fraga, Gregorio López Bravo, Francisco Fernández Ordóñez, Rodolfo Martín Villa, Joaquín Garrigues Walker, Íñigo Cavero…
Y mira ahora el panorama actual con, Pedro Sánchez, María Jesús Montero, Yolanda Díaz, José Manuel Albares, Félix Bolaños, Fernando Grande-Marlaska, Miriam Nogueras Camero, Mertxe Aizpurua,Mónica García, Oscar Puente, Oriol Junqueras, Ernest Urtasun, Gabriel Rufián, … y hasta el fugado Carlos Puigdemón, no puede dejar de preguntarse en qué parte del camino nos hemos perdido.
Hoy, sin negar las excepciones, la sensación sobre la evolución de nuestra política es terrible: partidos más encerrados en sí mismos, carreras políticas que empiezan y acaban dentro del aparato, menos escucha de la sociedad real, más pelea por el poder que proyecto de país. ¿Qué nos ha traído hasta aquí? Yo creo que las causas son múltiples y no me siento muy capaz de desgranarlas.
Partidos que miran más al Estado que a la sociedad. Con el tiempo, los partidos se han hecho más “estatales”: dependen de recursos públicos (como los Sindicatos y las supuestas ONG’s), compiten por escaños y cargos, y seleccionan a sus cuadros puertas adentro. El sistema de listas cerradas y la disciplina parlamentaria premian la lealtad interna por encima de la rendición de cuentas personal. Prospera el político que domina los pasillos del partido; escasea el que trae experiencia larga de empresa, escuela o administración “de trinchera”, de la vida, en definitiva.
La política bajo el foco permanente. La política vive dentro de los medios y, sobre todo, de las redes. Importa tanto, o más, ocupar la conversación que resolver problemas. Se premia el corte breve; se castiga la negociación silenciosa. En esa lógica, ceder se interpreta como claudicar y acordar como “traición”. ¿Quién arriesga capital político por reformas que maduran en ocho o diez años?
Desafección ciudadana y “vaciamiento”. La sociedad se ha hecho cómoda, se ha anestesiado y la militancia mengua. Menos bases, menos vida interna, menos tejido social. Cuando la sociedad se aleja, los partidos miran más a la administración y menos al barrio.
Reglas del juego que empujan a la táctica. Minorías, coaliciones frágiles y vetos territoriales fuerzan transacciones cortoplacistas. Lo importante es asegurar la votación de la semana. Las reformas de 8-10 ó 15 años (educación, seguridad, vivienda, demografía, agua, ciencia…) quedan a medio hacer, si es que se empiezan.
Más estudios, pero menos criterio. En mis años jóvenes abundaba gente con menos títulos, pero, a mi juicio, con más criterio y más involucración social. Hoy vemos más educación formal y, sin embargo, menos criterio cívico y menor implicación. ¿Cómo puede ser?:
- Tener estudios no garantiza juicio prudente. El sistema ha medido más títulos que pensamiento crítico, deliberación y ética pública. Sabemos “aprobar”, no siempre deliberar.
- Pasamos de la enciclopedia a la IA. Sobreabundancia de titulares, estímulos y cámaras. Con tanto ruido, es más difícil jerarquizar lo importante y mantener conversaciones.
- Hay más movilidad, más soledad, más trabajos intermitentes: menos tiempo cívico. La vida asociativa —vecinal, cultural, sindical, deportiva— ha perdido centralidad; y ahí se aprendía criterio.
- Parte de la energía cívica se ha desplazado a la señalización (aplaudir, compartir, indignarse) sin organización sostenida detrás. Parecemos más activos; somos menos efectivos.
- Escándalos, polarización y promesas incumplidas erosionan la confianza social; sin confianza, cuesta cooperar y sostener proyectos largos.
Como resultado, nos encontramos con más alfabetización técnica y, a la vez, déficit de criterio público (capacidad de escuchar, ponderar, ceder y decidir con otros) y déficit de implicación sostenida.
¿Se puede revertir? Sinceramente, me parece casi imposible, porque los cambios que tendríamos que introducir me parecen tan grandes que no veo hoy a nadie capaz de abordarlos:
- Abrir la selección de candidatos. Primarias exigentes, concursos de méritos, trayectorias verificables. Más competencia interna = más talento social.
- Pactos de Estado con cláusulas de estabilidad para educación, ciencia, pensiones, agua y vivienda (metas a 10–15 años, evaluación periódica).
- Transparencia y controles: financiación clara, auditoría independiente, sanción efectiva. Menos rentable medrar, más valioso servir.
- Capacidad técnica y evaluación: medir resultados y costos de políticas; rectificar cuando no funcione.
- Reconectar partidos y sociedad: foros deliberativos, presupuestos evaluados, comparecencias con datos; escuchar mejor sin plebiscitarlo todo.
- Recompensar el consenso en el sistema mediático: prestigiar acuerdos útiles y desenmascarar teatro.
- Cívica para adultos, no solo para alumnos. Tenemos que re-formarnos en lo social.
No se trata de volver a 1977: aquel país ya no existe. Pero sí de recuperar la ambición de pactar lo importante sin dejar de competir por lo opinable. La política se “empequeñece” cuando se rompe el equilibrio entre servicio y carrera, entre evidencia y relato. Se agranda cuando los partidos abren ventanas, cuando los medios dejan espacio al acuerdo y cuando la ciudadanía exige menos espectáculo y más propósito.
La Transición probó que somos capaces de acordar lo esencial. Hoy, y siempre, la madurez democrática ha consistido en sostener proyectos de país que sobrevivan a varias legislaturas y en seleccionar dirigentes que sepan algo más que ganar una guerra de titulares. Menos ruido, más horizonte. Menos trinchera, más España.
Pero… ¿quién le pone el cascabel al gato? Yo, personalmente, sigo confiando en Pedro Sánchez.
José García Cortés
2-11-25