Hoy, Día de Todos los Santos, me siento a escribir con un punto de añoranza. Voy cumpliendo años y he visto cómo el tiempo se lleva a muchas de las personas que he querido mucho: padres, hermano, esposa, suegros y un puñado de mis más granados amigos.
Sin embargo, ese mismo tiempo también me los trae de vuelta, porque su huella forma parte de cada gesto de mi vida. Este artículo es para ellos: un recuerdo sentido y un gracias sereno por todo lo que vivimos juntos.
Aprendí de mis padres mucho más que normas o consejos. Me enseñaron la dignidad de los días sencillos: el valor de madrugar sin ruido, de cumplir la palabra dada, de compartir la mesa, aunque el pan fuera poco. Cuando pienso en ellos, me detengo en la herencia invisible que me dejaron y siguen estando aquí cada vez que extiendo la mano a alguien o cada vez que río con ganas.
De mi hermano, aunque se marchó demasiado pronto, recuerdo esa lealtad que solo existe entre hermanos, entre niños.
Mi esposa fue mi hogar. Con ella aprendí que amar es un trabajo artesanal: escuchar, ceder, celebrar, reconciliar, volver a elegirnos cada mañana. Su ausencia fue muy pesada, pero también ella me enseño que se debe seguir amando y aprendiendo a compartir la vida con otros seres queridos, porque el amor se reproduce.
Y están los amigos, compañeros de ruta. Con ellos aprendí a multiplicar la alegría. La amistad, cuando es verdadera, no entiende de distancias ni de calendarios.
No escribo estas líneas desde la tristeza, sí desde la añoranza y desde luego, desde la gratitud. Las cicatrices que me han ido dejando también me han enseñado que el recuerdo no debe ser una jaula, sino una brújula.
Sé que hay un ciclo vital para todos, que el tiempo seguirá su curso y que vendrán más inviernos. Pero también sé que hay un lugar donde nadie se va del todo: la memoria agradecida. Hay un jardín invisible, y cada nombre tiene su sitio y cada historia, su aroma.
A quienes me dieron la vida, a quienes la compartieron conmigo y a quienes me hicieron un poco mejor con sus enseñanzas, les digo hoy: GRACIAS. Gracias por lo que me enseñaron, gracias por enseñarme a reír, a pedir perdón y a empezar de nuevo. Gracias por habitar en mí de una manera que no entiende de despedidas.
En este Día de Todos los Santos, enciendo una luz para recordar todo lo que me dejaron. Su recuerdo no me ata al pasado: me impulsa a vivir con más verdad el presente y a ser cada día un poco mejor. Mientras tenga memoria seguirán conmigo. Porque hay ausencias que no vacían: llenan. Y la suya, la vuestra, es de esas que siguen dando calor.
José García Cortés
1-11-25