ME SIENTO ESPAÑOL

Hoy, Día de la Hispanidad, miro alrededor —a las plazas que se llenan, a las banderas que se agitan y, sobre todo, a la gente que se reconoce— y me pregunto por qué me siento español. Y la respuesta no viene solo de los libros de historia; viene del pulso cotidiano, de una manera de estar en el mundo. Viene de una memoria vieja y de un presente que no deja de rehacerse.

Me siento español porque comparto una lengua inmensa que abre puertas en dos hemisferios, una lengua que sirve para reír, para cantar, para discutir, para abrazar. El español es puente antes que frontera (aunque algunos no quieran): en él cabe la poesía y el pregón del mercado, la nana y la novela, la conversación al sol y la conferencia en cualquier universidad del planeta. No estamos solos; formamos parte de una comunidad hispánica plural, mestiza, contradictoria, sí, pero interminablemente fértil.

Me siento español porque venimos de una historia larga —con luces que nos enorgullecen y sombras que nos obligan a pensar— y porque hemos aprendido a mirarla de frente. Fuimos nave y astrolabio, pergamino e imprenta, catedral y aljibe. Hubo grandezas y errores, encuentros y heridas; negar cualquiera de esas orillas sería mutilarnos. Precisamente por eso, por saber que somos la suma de lo que acertamos y lo que rectificamos, caminamos con más verdad. España ha sido muchas cosas y, en el balance, ha pesado en el mundo: en la cartografía de los océanos, en la circulación de ideas, en el mestizaje cultural que ensanchó los mapas del espíritu.

Me siento español porque aquí se cruzan montaña y mar, huerta y desierto, lo atlántico y lo mediterráneo. En pocas horas pasas del Cantábrico bravo a la calma dorada de un olivar; subes al Pirineo o sueñas en las dehesas. Ese capricho de la geografía se vuelve carácter: diversidad de acentos, músicas, ritmos, fiestas, maneras de cocinar y de celebrar. Somos una nación de naciones, un país de países, y justo ahí —en esa variedad que a veces nos impacienta— habita nuestra fuerza.

Me siento español porque hemos creado belleza que habla por nosotros cuando callamos: cuadros que detienen el tiempo, guitarras que lo encienden, versos que nombran lo que parecía innombrable. De la picaresca al Siglo de Oro, de la copla al flamenco, de la guitarra en la calle a la voz de nuestros teatros: el arte nos ha enseñado a sentir juntos. Y también porque hemos aportado ciencia y pensamiento: hubo quienes miraron al microscopio y al cielo, quienes abrieron senda en la medicina, en la ingeniería, en la filosofía, y lo hicieron con esa mezcla tan nuestra de paciencia y terquedad.

Me siento español por un gesto que se repite en cada barrio: la mano tendida. Cuando arde un monte, cuando un río se desborda, cuando alguien se queda sin nada, aparecen cuadrillas espontáneas: bomberos y voluntarios, vecinos con furgonetas, manos anónimas que cocinan, acogen, arreglan, reconstruyen. Esa solidaridad discreta —que no busca foto— es una patria.

Me siento español porque nuestra forma de vivir defiende la sobremesa como espacio sagrado, porque el tiempo de la conversación vale tanto como el del trabajo; porque sabemos que una plaza con niños jugando es un indicador de salud pública; porque en el bar de la esquina caben los jubilados que arreglan el país, el estudiante que sueña su futuro y el camarero que conoce nuestras manías. Esa vida compartida es, quizá, el invento más perfecto de nuestra cultura.

Me siento español porque, sin renunciar a lo que fuimos, hemos aprendido a ser modernos: a tender trenes veloces sobre tierras antiguas, a hacer medicina puntera en hospitales públicos, a levantar energías renovables en campos de viento y de sol. Y porque creemos —con todas las dudas del mundo— en una democracia que se cuida con participación, con discrepancia y con reglas; en unos servicios que nos igualan cuando la vida se tuerce; en una idea de Europa que nos hace más grandes sin hacernos menos nosotros.

Me siento español por el hilo invisible del deporte que nos ha enseñado a ganar sin humillar y a perder sin rendirnos; por las celebraciones en las fuentes, por el gol que une a desconocidos, por la maratón que corta la ciudad y nos recuerda que la voluntad se entrena. Y me siento español por los pequeños héroes cotidianos: el agricultor que madruga, la sanitaria que atiende, el maestro que enciende luces, la ingeniera que prueba, el autónomo que resiste. Ellos sostienen el orgullo que hoy pronunciamos.

Me siento español porque sé decir “lo siento” y “gracias” en el mismo idioma con el que digo “te quiero”. Porque reconozco que nos faltan cosas —siempre faltan— y, aun así, miro alrededor y veo un país que siempre vuelve: que se levanta después de la tormenta, que discute y se reconcilia, que se ríe de sí mismo para no olvidar que la alegría también es un deber cívico.

Y, sobre todo, me siento español porque no estamos solos. Somos un capítulo de un libro más grande que viaja de Cádiz a Cartagena de Indias, de Salamanca a Oaxaca, de Sevilla a Lima, de Barcelona a Montevideo. Hoy celebramos esa hermandad de la palabra y de la memoria, sabiendo que el respeto al otro es la condición de todo orgullo verdadero.

Que ondee, pues, la emoción sin estridencias: orgullo sereno, consciente de la ruta y del equipaje. Brindo por una España que no teme a su pasado porque cada día se gana el presente; por una España que sueña en grande y cuida lo pequeño; por una España que se reconoce plural y, por eso mismo, entera.

Feliz Día de la Hispanidad.

José García Cortés

    12-10-25

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