En los últimos días las lluvias torrenciales han provocado innumerables fallecimientos, pérdida de viviendas, cortes de electricidad y desplazamiento de personas.
Las imágenes de calles convertidas en ríos, de personas rescatadas de tejados y de bienes arrastrados por el agua se han multiplicado y se me abren las carnes al ver tanto sufrimiento sin que haya habido una respuesta rápida de todos los recursos del Estado, incluyendo la intervención inmediata de las Fuerzas Armadas.
Ante desastres como el ocurrido en Valencia, la intervención de la Unidad Militar de Emergencias, y el resto de las tropas armadas, que disponen de grandes camiones, personas entrenadas, helicópteros y el resto de los medios necesarios para la ayuda es fundamental, por lo que resulta desconcertante que la respuesta no haya sido tan rápida como la situación demandaba.
Está claro que uno de los motivos por lo que ha sucedido (igual que en el COVID) es, a mi juicio, la burocracia y la coordinación institucional entre los niveles de gobierno y las Comunidades Autónomas, que complica la activación de protocolos de emergencia. La intervención militar en estos casos no ocurre de manera automática, requiere que las autoridades locales o regionales soliciten asistencia específica y que, a su vez, el gobierno central apruebe y coordine la movilización de las Fuerzas Armadas. Este proceso, que debería ser rápido y ágil, a menudo se ve obstaculizado por trámites burocráticos que alargan los tiempos de respuesta.
La demora en la intervención del ejército en Valencia ha tenido consecuencias palpables para la población afectada. Cada minuto cuenta cuando se trata de rescatar a personas atrapadas, de proporcionar refugio seguro y de restablecer servicios básicos, y no lo ha sido, provocando, además de algunas muertes que se podrían haber evitado, una profunda sensación de abandono y desamparo al ver que la ayuda no llegaba cuando más la necesitaban.
Una catástrofe como esta genera una gran frustración, por supuesto, en los afectados directos y también en el resto de la población y, una vez más hemos visto como nuestro Gobierno decidió no suspender una votación sobre la reorganización de RTVE en el Parlamento español, en lugar de priorizar acciones directas de ayuda o de coordinación para la emergencia en Valencia.
Esto nos deja de manifiesto que nuestro gobierno está desconectado de las urgencias reales de la ciudadanía, y muestra palmariamente su egoísmo y la falta de sensibilidad hacia la situación de emergencia climática de esta magnitud.
Parece mentira que el Parlamento, como órgano representante de los ciudadanos, no responda y atienda las necesidades más inmediatas de la población en situaciones de desastre y atienda con mayor urgencia sus sectarias necesidades del reparto de un botín.
La descoordinación en la respuesta al desastre de la DANA en Valencia es, sin duda, un tema que debería abrir un debate serio sobre la organización de competencias en seguridad civil y emergencia en España.
La experiencia del COVID-19 ya puso de manifiesto muchas de las dificultades de nuestro sistema en situaciones de crisis: competencias divididas entre comunidades autónomas y el Estado, falta de protocolos claros de cooperación, y una alta rigidez administrativa que en momentos de urgencia se traduce en demoras y, en última instancia, en perjuicios para los ciudadanos.
Estoy convencido de que la existencia de las Comunidades Autónomas no es mala, pero el exagerado nivel de descentralización en temas de materia civil y sanitario solo hace que duplicar o triplicar gastos y medios sin que la ciudadanía tenga por ello una mejor respuesta.
En lugar de depender de una solicitud y respuesta escalonada entre gobiernos regionales y nacionales, una autoridad centralizada podría activar protocolos y movilizar recursos sin la complejidad de los trámites burocráticos intergubernamentales. El tener un mando centralizado permite no solo coordinar a los equipos locales, regionales y nacionales de manera más eficiente, sino también distribuir recursos en función de las necesidades de cada situación y territorio, evitando duplicidades o conflictos de competencias.
Durante la pandemia de COVID-19, el sistema descentralizado mostró sus limitaciones. La diversidad de criterios entre comunidades autónomas y el Estado generó a menudo confusión y descoordinación, afectando la eficacia de las políticas sanitarias y causando uno de los mayores niveles de fallecimiento del mundo en función de nuestro nivel de población.
De estas experiencias debería surgir una lección clara: en crisis de gran escala, es vital contar con un mando unificado que pueda tomar decisiones rápidas y coherentes. La coordinación se convierte en una necesidad apremiante, y la dispersión de competencias a menudo puede resultar en una respuesta fragmentada.
Soy consciente de que la cuestión no es sencilla, pero es indudable que el sistema actual debe evolucionar para garantizar que la seguridad y la ayuda lleguen a los ciudadanos con rapidez y eficacia. Y hoy, que es el día de todos los difuntos, desde la indignación que esta situación me produce, me hago la siguiente pregunta: ¿cuántos muertos más nos debe costar esto?
José García Cortés
1-11-24