Recuerdo perfectamente la primera casa en la que viví con mis padres cuando lo trasladaron a Ciudad Real. Cocina de carbón, baño turco fuera de la casa, un patio en el que había gallinas de alguien y una terraza a que se accedía desde el patio comunitario y en el que las mujeres tendían la ropa.
Las “escuela de los cagones”, como decía mi madre, que era un patio de tierra al que teníamos que llevar nuestras sillitas y en el que sinceramente no recuerdo qué hacíamos. Rápidamente, a la escuela de Don Carmelo, que también tenía patio, pero en el que había habitaciones con pupitres y tinteros, porque allí aprendí a escribir mis primeras letras con tinta china. No utilicé un lapicero hasta que no llegué a mi siguiente colegio.
El de “Doña Tildita” y su marido, que supongo que también era maestro porque algunos días nos daba clases, y palos, muchos palos con una regla de madera que hasta un día se partió sobre mi mano. Allí cantábamos el “cara al sol” bien formados todos los días antes de empezar las clases que nos daba una sola profesora con un solo libro para todo el curso. Ah, sí, ya utilizábamos cuadernos y además de lapiceros, al final, unos bolis “BIC” de plástico transparente.
Pues debe ser que algo enseñaban porque ya tenía la edad de ir al Instituto y tuve que hacer el examen de ingreso en “El Femenino” y obtuve buena nota.
Comienzo el instituto estrenando el edificio que se había construido también bajo el mandado del que construía pantanos y viviendas sociales.
Otro traslado de casa, nos vamos a una enorme vivienda protegida de 45 m2, porque sí, en la época de Franco se hacían muchas viviendas protegidas. Estando allí tuve la oportunidad de ver al Generalísimo pasar a toda leche en un coche negro mientras nosotros agitábamos ufanos unas banderitas de España que nos habían dado en clase.
1º, 2º, 3º, 4º, 5 de bachiller pasan rápidamente ante mi memoria, al parecer con buen aprovechamiento con esas notas que, por entonces, iban del cero al diez. Alguna que otra chiquillada y adentrándome cada día más en la caza de la mano de mi padre.
6º de bachiller y en pleno curso le ofrecen a mi padre que entre de botones en el Banco a lo que “accedimos”, terminando el curso más COU en “el nocturno”. Me ofrecen acceder a una beca y me voy a Madrid a estudiar Económicas en un colegio Universitario que financiaba el Banco.
Estudio y trabajo, estudio y trabajo y así se van pasando los primeros años de la Universidad, y con mi novia, con la que después me casaría y ya termino los estudios universitarios antes del servicio militar en la marina durante 18 meses que, entonces, me parecieron años.
Acabo con mis obligaciones militares y entro en Inspección del Banco, feliz como un niño chico porque el trabajo me gustaba muchísimo.
Me caso, seguimos viajando, la primera hija, todo era lo más bonito de la vida. ¡Pero qué rápido crece la niña!, más viajes y mi segunda hija. No dejo de pertenecer a Inspección, pero me dan un destino que me permite compaginar mejor mis obligaciones familiares.
Más trabajo, más problemas, más asunción de responsabilidades, pero todo era dicha y felicidad, sin problemas médicos, trabajos estimulantes, una vida familiar plena gracias al buen hacer de mi mujer y mis aventuras de caza para las que siempre encontraba un hueco.
Llega la intervención del Banco. Después del shock, todos dimos un paso al frente dispuestos a redoblar esfuerzos, sin vacaciones, durmiendo poco, pero con la satisfacción de hacer lo que considerábamos que debíamos hacer. Es entonces cuando dejo de pertenecer a los equipos de viaje y ya me quedé para ayudar a enderezar aquellos riesgos del Banco.
Eran épocas en las íbamos mucho de bautizos, comuniones y algunas bodas, teníamos una edad en la que podíamos con todo y en la que no dedicábamos pensar en el futuro ni nos planteábamos (salvo excepciones) que nos pudiera faltar la salud.
Primero en Riesgos, después en las Regionales de Valencia, Canarias y Sevilla para recalar finalmente en la Central en un entorno malo de trabajo que se fue tornando asfixiante progresivamente hasta que la invitación de dejar el Banco supuso un balón de oxígeno en mi vida.
Me voy del Banco para crear una empresa, lógicamente estaba justificado trabajar aún más y más duro. Mis hijas crecen y yo participo lo justo en su crianza. Mi mujer lleva el peso y la responsabilidad con una habilidad envidiable.
La empresa crece y cada día es más exigente en su dedicación. Aparecen en la familia los primeros eventos de falta de salud, primero con mis padres y después con mi esposa. Sigo pensado que puedo con todo, pero está claro que ya no estoy en mi plenitud como antaño.
Las cosas se complican mucho familiarmente, y decido entregar los trastos de matar a mis socios para dedicarme a cuidar a mi mujer. Primero mis suegros, después mi madre, mi padre y finalmente mi esposa fallecen, y con ella se crea el gran vacío.
Por supuesto que podría escribir muchas más cosas sobre mi vida, incluso escribir un libro que a nadie le iba a interesar, pero lo he querido hacer así para testimoniar mi sensación de que la vida se me ha pasado tan rápido como leer estas dos páginas y poco.
Y todo ello a pesar de que mi vida ha sido muy intensa, he hecho muchas, muchas cosas, pero todo a un ritmo tan trepidante que estoy seguro de no haberlas saboreado adecuadamente. Parece mentira que cuando uno habla, refiriéndose a cualquier cosa, de que han pasado más de sesenta años nos parezca una eternidad, pero cuando se trata de nuestra propia vida, parezca un suspiro.
No se cuánto tiempo me queda, pero mucho me temo que va a ser peor porque el mundo gira cada día más rápido, la tecnología me empuja, los días se suceden a velocidad de vértigo y cada día mis recursos físicos y mentales para afrontar todo eso son menores, o lo que viene siendo lo mismo: lleno de achaques.
Ya mismo, en otro suspiro, alguien escribirá por mí en el blog: SE ACABÓ, y entonces solo quedarán un puñado de recuerdos que de nuevo el tiempo se llevará como lo hace el viento con las hojas secas.
José García Cortés
26-11-23